Desde las aulas de la Universidad Complutense hasta el corazón del Gobierno, Pablo Iglesias y su entorno construyeron un relato cuidadosamente diseñado: el del profesor indignado que bajaba a la arena política para regenerar la democracia. Lo que presentaron como pensamiento profundo y transformador no fue más que un simulacro de revolución, sostenido por marketing ideológico, autocomplacencia universitaria y una notable habilidad para seducir medios y platós. Hoy, cabe preguntarse: ¿qué quedó realmente del llamado "círculo de intelectuales de Podemos"?
Podemos no nació de una corriente filosófica propia ni de una teoría política original. Iglesias y los suyos repitieron, con tono doctoral y lenguaje ampuloso, fragmentos de Gramsci, Laclau, Chantal Mouffe o Negri, sin generar una doctrina estructurada ni aplicable a la realidad española. Su "radicalidad" era estética: empoderamientos, procesos constituyentes, hegemonías... Palabras grandes para ideas menores. Nada que no cupiera en un programa de debate o en un vídeo viral. Iglesias no fue un pensador: fue un operador ideológico con vocación de estrella mediática.
El origen de este montaje político-intelectual fue la Facultad de Ciencias Políticas de la Complutense, convertida en ecosistema cerrado donde se reproducen entre sí ideas, cargos, premios y publicaciones. No hay allí espacio para el debate plural ni para la verdadera investigación. Todo se ajusta a un cánon progresista repetido hasta la saciedad, en un círculo de autovalidación y clientelismo académico. Allí se formaron los profetas de la "nueva política": endogámicos, mimados, sin calle ni contraste.
Podemos supo canalizar el descontento de la crisis y convertirlo en combustible electoral. Pero su objetivo real nunca fue destruir el sistema, sino entrar en él por la puerta grande. De asambleas populares pasaron a pactos de Estado. De "los de abajo contra los de arriba", a formar parte del Consejo de Ministros y blindarse con privilegios. La máxima expresión: Pablo Iglesias, vicepresidente del Gobierno, escolta personal y chalet con jardín.
El relato de Podemos siempre fue de clase obrera, pero ninguno de sus líderes lo fue. Su discurso se vistió con camisetas del Che, sudaderas con capucha y coletazos revolucionarios... pero eran hijos de la clase media universitaria, alejados del taller y del tajo. Hicieron del obrero un fetiche y del "pueblo" una excusa para acceder al poder. Su empatía con el trabajador fue impostada, casi burlesca.
Cuando la batalla social ya no les dio votos, viraron hacia la guerra cultural importada: feminismo radical, lenguaje inclusivo, causas identitarias. Dejaron al trabajador atrás para abrazar el TikTok, el ministerio del "solo sí es sí" y las teorías de género anglosajonas. El giro perfecto para desconectar definitivamente de su base popular y refugiarse en el nicho universitario-progresista.
Podemos no fue una revolución. Fue una campaña de marketing bien ejecutada, sostenida por subvenciones, medios públicos y un discurso cuidadosamente elaborado para sonar rebelde sin serlo. Hoy sus líderes siguen viviendo del sistema que decían venir a derribar. Su legado es la frustración de miles de jóvenes que creyeron en un cambio que nunca existió. Su pensamiento, si alguna vez lo hubo, no dejó huella.
La farsa se desmontó. Solo queda humo. Y chalets con piscina y jardín.