Hay formas de poder que no merecen ni el nombre de política. Lo que en sus inicios pudo parecer una revuelta plebeya, pronto degeneró en una parodia de Estado: ruido de pueblo, mitología barata y burocracia sin ley. El chavismo no construye poder: lo simula. Lo degrada. Lo disfraza de justicia para imponer el desorden.
A quien defienda aún que aquello es soberanía popular, habría que recordarle lo que la verdadera soberanía exige: decisión para preservar el orden, no para reventarlo desde dentro.
El recurso a la emergencia —esa suspensión de reglas que en un Estado serio sirve para proteger el cuerpo político— se convirtió en Venezuela en la herramienta de su propia destrucción.
Allí, los estados de excepción son permanentes, las leyes se reinterpretan según convenga al caudillo, y el orden jurídico no existe: sólo hay simulacro.
La excepción deja de ser decisión seria y se vuelve rutina del tirano. Ya no garantiza el orden, lo sustituye por miedo y obediencia.
El poder, cuando se vacía de forma, se llena de eslóganes. El chavismo reemplazó las instituciones por "poder popular", asambleas paralelas, milicias aficionadas y propaganda sentimental.
Allí donde debería haber una autoridad jurídica sólida, hay un eco sin forma de masas y griterío. El Estado pierde su majestad, se convierte en pulpa ideológica.
No hay forma política: hay agitación permanente. El "pueblo" no gobierna, pero lo usan para justificar el caos.
Cuando la trascendencia desaparece, la ideología se vuelve credo.
La revolución, redención.
El líder, profeta.
La consigna, oración.
Eso ha sido el chavismo: una fe barata para sustituir a Dios por Chávez, la Iglesia por el partido, la moral por la obediencia ciega al “proceso”.
Pero el alma política de una nación no puede sostenerse sobre liturgia de pancarta ni sobre los huesos de un militar embalsamado.
La autoridad —para ser tal— debe infundir respeto, gravedad, continuidad.
Pero allí, lo que hay es populismo de mercado, corrupción consagrada, lenguaje de taberna y redes clientelares que convierten al Estado en botín.
No hay representación: hay reparto.
No hay mando: hay espectáculo.
Y en vez de solemnidad institucional, hay vulgaridad con boina y cadena nacional.
Un verdadero orden político necesita raíces: tradición, familia, comunidad espiritual. El chavismo no sólo niega eso, lo combate activamente.
Expulsa a la Iglesia, dinamita la propiedad, reescribe la historia, desprecia la familia y promete un “hombre nuevo” sin Dios, sin pasado, sin vínculos.
Pero un pueblo sin historia es arcilla del poder. Y el chavismo la ha moldeado con la arrogancia de los ignorantes.
El chavismo no representa la política, sino su degradación total:
No gobierna, improvisa.
No representa, agita.
No decide, manipula.
No une, divide.
No edifica, destruye.
El orden político serio exige forma, respeto y trascendencia.
Lo otro —lo que hay en Venezuela— es apenas una parodia de poder, una mueca revolucionaria donde la política ha muerto y sólo queda propaganda con uniforme.
(Parte 1)

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