La palabra democracia no designa propiamente ni una forma de gobierno ni una forma de sociedad. La "sociedad democrática" no es nunca otra cosa que un trazado ilusorio destinado a sostener tal o cual principio de buen gobierno. Tanto hoy como ayer, lo que organiza a las sociedades es el juego de las oligarquías. No hay ningún gobierno democrático. Los gobiernos son siempre ejercidos siempre por la minoría sobre la mayoría. En consecuencia, el poder del pueblo es necesariamente heterotópico a la sociedad desigualitaria, como lo es al gobierno oligárquico. Este poder desvía el gobierno de sí mismo, desviando de si misma la sociedad. Por lo tanto, marca también la separación entre el ejercicio del gobierno y la representación de la sociedad.
Suele simplificarse la cuestión reduciéndola a la oposición entre democracia directa y democracia representativa. Caso en el cual se puede, simplemente, hacer jugar la diferencia de tiempos y oposición de la realidad a la utopía .
Para decirlo en otras palabras, no es una forma de adaptación de la democracia a los tiempos modernos y a los vastos espacios. Es, de pleno derecho, una forma oligárquica, una representación de minorías para ocuparse los asuntos comunes.
En su origen, la representación es el opuesto exacto de la democracia. Nadie lo ignora en la época de las revoluciones norteamericana y francesa. Los Padres fundadores y muchos de sus émulos franceses la ven, justamente, como el medio del que dispone la élite para ejercer de hecho, en nombre del pueblo, el poder que está obligada a reconocerle pero que él no podría ejercer sin destruir el principio mismo de gobierno.
La voluntad general no se divide, y los diputados representan a la nación en general. La "democracia representativa" puede parecer hoy un pleonasmo. Pero fue, al comienzo, un oxímoron.
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