Santos Cerdán no tiene biografía, tiene nómina. Llegó a la política como se llega al turno de noche en una fábrica de embutidos: por necesidad, por gordura, por resignación. Es un señor sin atributos, salvo el de saber aguantar los gases de Ferraz con mejor cara que nadie. Hombre de aparato, tripero de comité, funcionario del enchufe. El secretario de Organización más desorganizado de la historia del PSOE, y sin embargo, ahí sigue: apoltronado como un ficus con coche oficial.
Si la España del siglo XXI tuviera que esculpir su decadencia en mármol rosa, pondría su cara: mofletes de subvención, papada institucional y una sonrisa entre el miedo y la traición. Nunca hizo una revolución, pero siempre cobró como si la hubiera ganado. Nunca leyó a Marx, pero sí cada una de las encuestas del CIS. Su ideología es el saldo bancario. Su patria, el menú del día en el Congreso.
Los del Peugeot eran cuatro, decían. Pero el copiloto gordo, el que sostenía el maletín, era él. Ábalos conducía, Koldo cantaba, Pedro posaba. Cerdán contaba billetes, negociaba escaños y empujaba a la bestia por los arcenes del Estado. Cada pacto con separatistas le salía por un punto más de colesterol. Cada contrato amañado por sus amigos, por un botón menos que cerrar en la americana.
Ahora dice que dimite. El lunes, claro. Como si el lunes fuera un país extranjero. Como si el lunes no fuera la coartada perfecta para quemar papeles, formatear discos duros, dar de baja móviles y rezar a la Santa Fiscalía. Lo de siempre. Un socialista con las manos en la masa y los pies en el plasma. Deja el acta como quien devuelve el albornoz robado del hotel: a regañadientes, con olor a culpa y a champú barato.
Es el final del Cerdánismo: no una ideología, sino una digestión. El tipo que vendió España por un hueco en la foto. El que hablaba de regeneración mientras empapelaba tramas. El que se creía ministro del silencio, y ha acabado como lo que es: un mamporrero que dejó de ser útil. No será mártir ni preso. Será ex.
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