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Tony Soprano (James Gandolfini). |
Los 80 todavía tenían algo. No mucho, pero algo. Una mugre sincera, una derrota con dignidad, un punk oxidado que no pedía permiso. La heroína quemaba, el vinilo rascaba, las cosas dolían sin adornos. Había vida al borde del abismo, sin manuales de autoayuda ni hashtags falsos.
Entonces llegaron los 90, y con ellos un enjambre de pantallas brillantes, colores de neón, y esa peste invisible que es la propaganda omnipresente. No era solo la publicidad —que ya era bastante—, era la propaganda disfrazada de cultura pop, democracia televisada, revolución anestesiada. Todo fabricado para venderte felicidad en pastillas y sonrisas de plástico.
Los 90 fueron el gran circo del simulacro. Drogas diseñadas en laboratorios, drogas blandas y blandísimas, que te prometían un subidón sin caída, una evasión sin daño. La revolución era una marca registrada, el multiculturalismo un producto para exportar a las élites y para disfrazar las fronteras con purpurina. Todo tan limpio, tan ordenado, tan feliz… que se notaba el veneno debajo del barniz.
¿Dónde quedaron los desarrapados, los antisistema, los suicidas con estilo? Enterrados junto con los vinilos, sepultados por los CD’s y el grunge domesticado. En los 90 el ruido se volvió orden, la suciedad se volvió esterilidad. La vida empezó a parecer un anuncio de dentífrico con actores felices en esteroides.
La propaganda es un monstruo que devora el alma y escupe sonrisas enlatadas. En los 90 ese monstruo ganó terreno. Todo se volvió un show, una función de luces donde tú eras el espectador y también el producto.
Los mejores se quedaron en los 80, con sus cicatrices y su furia cruda. Lo que vino después fue Disneylandia con Prozac.
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