La democracia es, ante todo, esa condición paradójica de la política, ese punto en el que toda legitimidad se confronta con ausencia de legitimidad, con la contingencia igualitaria que sostiene a la contingencia desigualitaria misma.
Por eso, la democracia no puede cesar de generar asco. El "gobierno de cualquiera" está condenado al odio interminable. Lo es hoy más radicalmente que nunca, porque el poder social de la riqueza ya no tolera trabas su crecimiento ilimitado y porque sus resortes se articulan cada día más estrechamente con los de la acción estatal.
La seudoconstitución europea lo testimonia por la negativa: ya no estamos en la hora de las eruditas construcciones jurídicas destinadas a inscribir el irreductible 'poder del pueblo' en las constituciones oligárquicas.
Poder estatal y el Poder de la riqueza se conjugan tendenciosamente en una sola y misma gestión erudita de los flujos del dinero y de poblaciones. Juntos, se afanan en reducir los espacios de la política.
La palabra democracia no fue forjada por algún científico preocupado por distinguir mediante criterios objetivos las formas de gobierno y los tipos de sociedad. Fue inventada como término de indistinción. Ese poder era el equivalente en el orden social de lo que es el caos en el orden de la naturaleza.
De las 'charlitas' anticapitalistas ( Iglesias, Évole, Ferreras, Rufián, Irene Montero, etc..) podemitas, a vivir con salarios de 6 cifras en un gobierno de coalición con el PSOE y las élites de Bruselas.
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