Hay que comprender entonces que el mal viene de lejos. El crimen democrático contra el orden de la filiación humana es, ante todo, un crimen político, simplemente la organización de una comunidad humana sin vínculos con el Dios Padre. Lo que se implica y denuncia bajo el nombre de democracia es la política misma. Ahora bien, esta no nació de la incredulidad moderna. Antes de los modernos que cortan las cabezas de los reyes para poder llenar fácilmente sus carros en los supermercados, están los Antiguos, y en primer lugar, esos griegos que cortaron lazos con el pastor divino e inscribieron, bajo el doble nombre de filosofía y de política, las actas de ese adiós.
Ningún hombre puede mandar sobre los otros sin inflarse de desmesura e injusticia. Pero Platón, contemporáneo a su pesar de estos hombres que pretenden que el "poder pertenece al pueblo", y que no podía oponerles más que un "cuidado de sí" incapaz de salvar la distancia de los unos a los todos, habría refrendado el adiós enviando el reino de Cronos y el pastor divino a la edad de las fábulas, al precio de paliar su ausencia con una fábula distinta: la de una "república" basada en la "bella mentira" según la cual el dios, para asegurar el buen orden de la comunidad, habría puesto oro en el alma de los gobernantes, plata en la de los guerreros y hierro en la de los artesanos.
A este precio, la democracia no es, de hecho, más que el "imperio de la nada", figura última de la separación de la política que, desde el fondo del desamparo, llama a volverse hacia el pastor olvidado. Pero también es posible tomar las cosas al revés , preguntarse por qué la vuelta hacia el pastor perdido viene a imponerse como la consecuencia última de cierto análisis de la democracia en tanto sociedad de individuos consumidores.
Platon le hace a la democracia dos reproches que primero parecen oponerse, pero que sin embargo se articulan estrictamente uno con el otro. Por un lado la democracia es el reinado de la ley abstracta, opuesta a la del medico y el pastor. La virtud del pastor o el médico se expresa de dos maneras: sus ciencias respectivas se oponen en primer lugar al apetito del tirano, porque se ejercen para exclusivo beneficio de aquellos de quienes se ocupan. Pero se oponen también a las leyes de la ciudad democrática porque se adaptan al caso presentado por cada paciente o por cada cordero. En cambio, las leyes para la democracia pretenden valer para todos los casos. Se asemejan así a las recetas que un médico que se ha ido de viaje hubiera dejado en bloque, independientemente de la enfermedad a tratar.
Pero esta universalidad de la ley es una apariencia engañosa. Lo que el hombre democrático valora en la inmutabilidad de la ley no es lo universal de la idea, sino que sirva de instrumento a su capricho. En el lenguaje moderno, diremos que bajo el ciudadano universal de la constitución democrática tenemos que reconocer al hombre real, es decir, al individuo egoísta de la sociedad democrática.
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