Hubo un tiempo en que las películas eran sueños proyectados con carne, humo y plomo. Luego vino Netflix, el porno gratuito, la corrección política y la mediocridad tatuada como bandera. Pero en 2019, Tarantino nos dejó un último fogonazo: Once Upon a Time in Hollywood. Un estertor, un bostezo épico justo antes de que el cine americano se suicidara entre etiquetas de género, razas impuestas y algoritmos condescendientes.
Brad Pitt lo borda. No como actor, sino como icono terminal. Cliff Booth no es un personaje: es la sombra de Steve McQueen, el fantasma de los cowboys que aún resolvían las cosas a puñetazo limpio, con la mirada, con la ley no escrita del Oeste. Booth es el último hombre en un mundo de niñatos llorones y gurús peludos que fuman peyote en la colina mientras juegan a cambiar el mundo y se graban haciéndolo.
Leonardo DiCaprio también brilla, pero su personaje ya está podrido por dentro. Rick Dalton es un actor roto, un ídolo de barro que se derrite al sol del cinismo moderno. Y esa es la gran genialidad de la película: mientras Booth flota sobre su tiempo como un samurái decadente, Dalton se ahoga en él.
Pero más allá de las actuaciones, Once Upon a Time in Hollywood es una crítica brutal al fin de una civilización audiovisual. Tarantino no dirige, exhuma. Cada plano huele a formol y gasolina. Hay una belleza mórbida en los carteles pintados a mano, en las radios que suenan a fondo mientras se conduce sin GPS, en las mujeres que fuman y los niños que no piden permiso para existir.
Y luego está Manson, claro. El hippismo criminal, la ideología disfrazada de paz, el LSD como antesala del wokismo. Tarantino no necesita hacerle discurso: lo pone en escena y deja que la podredumbre se vea sola. Esa secta de crías sucias y violentas que quieren cargarse a Dalton y Booth no son una anécdota: son la semilla del presente. Hoy mandan, maquilladas de feminismo, disfrazadas de empatía, montadas en plataformas digitales que censuran más que el franquismo.
Cliff Booth les rompe la cara. Y nosotros, los que venimos del barro, aplaudimos. Porque sabemos que no hay redención en este mundo donde todo se compra, se graba, se twittea y se olvida.
Once Upon a Time in Hollywood es una elegía. Una carta de amor escrita en sangre, gasolina y celuloide. No hay mensaje: hay rabia. No hay moraleja: hay pérdida. Es la última vez que el cine se permitió ser libre, insolente y trágico
Después de esto, lo demás es propaganda.