sábado, 26 de julio de 2025

Érase una vez el fin del cine. Tarantino y el último fogonazo de Hollywood



Hubo un tiempo en que las películas eran sueños proyectados con carne, humo y plomo. Luego vino Netflix, el porno gratuito, la corrección política y la mediocridad tatuada como bandera. Pero en 2019, Tarantino nos dejó un último fogonazo: Once Upon a Time in Hollywood. Un estertor, un bostezo épico justo antes de que el cine americano se suicidara entre etiquetas de género, razas impuestas y algoritmos condescendientes.


Brad Pitt lo borda. No como actor, sino como icono terminal. Cliff Booth no es un personaje: es la sombra de Steve McQueen, el fantasma de los cowboys que aún resolvían las cosas a puñetazo limpio, con la mirada, con la ley no escrita del Oeste. Booth es el último hombre en un mundo de niñatos llorones y gurús peludos que fuman peyote en la colina mientras juegan a cambiar el mundo y se graban haciéndolo.


Leonardo DiCaprio también brilla, pero su personaje ya está podrido por dentro. Rick Dalton es un actor roto, un ídolo de barro que se derrite al sol del cinismo moderno. Y esa es la gran genialidad de la película: mientras Booth flota sobre su tiempo como un samurái decadente, Dalton se ahoga en él.


Pero más allá de las actuaciones, Once Upon a Time in Hollywood es una crítica brutal al fin de una civilización audiovisual. Tarantino no dirige, exhuma. Cada plano huele a formol y gasolina. Hay una belleza mórbida en los carteles pintados a mano, en las radios que suenan a fondo mientras se conduce sin GPS, en las mujeres que fuman y los niños que no piden permiso para existir.


Y luego está Manson, claro. El hippismo criminal, la ideología disfrazada de paz, el LSD como antesala del wokismo. Tarantino no necesita hacerle discurso: lo pone en escena y deja que la podredumbre se vea sola. Esa secta de crías sucias y violentas que quieren cargarse a Dalton y Booth no son una anécdota: son la semilla del presente. Hoy mandan, maquilladas de feminismo, disfrazadas de empatía, montadas en plataformas digitales que censuran más que el franquismo.


Cliff Booth les rompe la cara. Y nosotros, los que venimos del barro, aplaudimos. Porque sabemos que no hay redención en este mundo donde todo se compra, se graba, se twittea y se olvida.


Once Upon a Time in Hollywood es una elegía. Una carta de amor escrita en sangre, gasolina y celuloide. No hay mensaje: hay rabia. No hay moraleja: hay pérdida. Es la última vez que el cine se permitió ser libre, insolente y trágico 


Después de esto, lo demás es propaganda.

miércoles, 16 de julio de 2025

Al abuelo lo apalearon de madrugada

 



Un viejo de 90 años.

Dormía.

En su casa.

En España.

2025.


Y lo apalearon.


Unos encapuchados.

De los de siempre.

De los que no salen en La Sexta.

De los que tienen más derechos que el propio abuelo.

Porque han sufrido, dicen.

Porque pobrecitos, dicen.

Porque si te indignas, eres facha.


Mientras le reventaban la cara a patadas, en Mediaset sonaba música chill y alguien debatía si los niños deben elegir su género antes de aprender a leer.

Ferreras miraba un monitor y decía: "Esto no encaja en la línea editorial, recórtame ese machete."


Nadie se pregunta por qué hay encapuchados sueltos en Vigo.

Nadie se pregunta por qué un viejo se convierte en objetivo.

Nadie se pregunta nada.

Preguntar es de ultraderecha.


Y así, cada día:

Un machete, una paliza, una violación, una patada en el cuello.

Pero siempre “casos aislados”.

Tan aislados que ya son rutina.


Y tú, español medio, con tu bocadillo de mortadela y tu nómina exprimida, pagas la fiesta.

Pagas al agresor.

Pagas al presentador.

Pagas al ministro.


Mientras, el viejo en el hospital.

Sin ruido.

Sin pancarta.

Sin Belarra.

Sin Montero.

Sin Ferreras.

Sin justicia.


Solo.

Como está España.

Como estás tú.

Como 

está todo lo que se va por el retrete cada día.

martes, 15 de julio de 2025

Inmigración sin control: la autopista hacia el reemplazo

España ha roto el dique. Ya no se trata de acoger a unos pocos desesperados que buscan un futuro. Ni siquiera de regular flujos con lógica y cabeza. La inmigración en España —y en Europa entera— se ha convertido en una riada sin filtro ni freno, legal e ilegal, tolerada y bendecida desde arriba.

Cada día entran miles. En pateras, en aviones, en camiones. Con papeles, sin papeles, con visados de mentira, con convenios que nadie cumple. Una vez dentro, la ley es papel mojado: expulsar es caro, lento e imposible. Regularizar es barato, rápido y rentable… para quien aspira a votos o subvenciones.


Este juego no es casual. Marruecos hace de gendarme cuando le interesa y de exportador de presión demográfica cuando conviene chantajear. Bruselas mira para otro lado: cada inmigrante es una pieza de recambio para una Europa estéril, envejecida y sin hijos. Moncloa firma el cheque: ONG amigas, hoteles pagados, menas tutelados y barrios enteros convertidos en bolsas paralelas de voto cautivo.

Aquí no hay plan de integración real. Hay negocio y hay cálculo. La izquierda encuentra un cliente político nuevo. La derecha calla, porque la mano de obra barata llena almacenes, furgonetas y tajos que nadie paga a precio justo


Hay una línea roja que muchos no se atreven a nombrar: la inmigración masiva se convierte en sustitución silenciosa.

No se integra —se expande.

No se adapta —fragmenta.

No enriquece —disuelve.

Los barrios cambian de lengua y de costumbres más rápido de lo que las estadísticas oficiales se atreven a reconocer. La delincuencia y la tensión social se disparan. Y el discurso oficial responde con moralina y palabras mágicas: diversidad, convivencia, oportunidad. Todo menos la verdad: el viejo vecino se convierte en extranjero en su propia calle.


Mientras tanto, el joven español malvive de alquiler. Cobra una miseria, paga impuestos para sostener un sistema que subsidia a quien llega sin aportar y, cuando protesta, es etiquetado de facha.

No hay políticas de natalidad. No hay ayudas para la familia propia. Solo hay políticas de sustitución: si no nacen hijos aquí, se importan desde fuera. Es más rápido y más barato, dicen los tecnócratas.

Ningún país sobrevive sin fronteras. Ningún pueblo perdura si renuncia a decidir quién entra, quién se queda y para qué. La inmigración puede ser positiva, cuando es justa, controlada, limitada y exige integración real. Pero lo que vivimos hoy no es inmigración: es invasión lenta, bendecida por la culpa histórica, por el complejo moral y por los intereses de quienes viven del multiculturalismo como negocio.

España no es una ONG global. No puede —ni debe— convertirse en un refugio masivo para el tercer mundo mientras sus propios barrios se hunden. Un país que no protege su frontera, no protege su gente. Un país que olvida a sus jóvenes, a sus viejos, a sus familias, para regalar vivienda, subsidios y cobertura total a quien cruza una valla, es un país que cava su fosa.

Ni odio ni racismo. Sentido común.

Primero, los nuestros. Luego, el resto.

La inmigración masiva no es progreso: es colapso social para unos y negocio político para otros.

Si no lo frenamos ahora, mañana será demasiado tarde.


 “Un pueblo que renuncia a defender su casa termina durmiendo en la calle de la historia.”

miércoles, 2 de julio de 2025

Yolanda Díaz (ríete tú del Che): Castellana 443 metros cuadrados

 

Dicen que vivir en Madrid es una condena. En estos 443 metros de la Castellana, la condena huele a champán caro y moqueta recién aspirada. 

Hay socialistas que se persignan con la mano izquierda pero firman con la derecha, no te jode. Rezuman obrerismo de micro y coche oficial, pero luego engullen gambas como si fuesen sardinas de lata. La misa empezó hace tiempo —Beatriz Corredor, por ejemplo, exministra de Vivienda y ahora cobrando en Red Eléctrica como si le debiéramos algo. Nos deben ellos, más bien.

El socialismo patrio es una cofradía de estómagos sin fondo. Convertir la hoz y el martillo en Visa Oro. Ya no levantan barricadas, levantan áticos. Ya no organizan huelgas, organizan consejos de administración.

No hablamos solo de camas revueltas, ojo —aunque también. Hay putas de otro tipo: la que cobra por callar, el asesor que no asesora nada, la periodista a sueldo que titula suave para que no salpique. Putas de toga, putas de corbata, putas de moqueta. Los mismos que gritaban “no pasarán” se dejan pasar por sobres, y luego se dan golpes de pecho en la SER. Anda ya.

Aquí es donde se da la misa gorda: contratos, contratos y más contratos. El BOE convertido en carta de marisquería. El contrato menor que se trocea para dárselo al primo. La consultora fantasma. La ONG que esconde la pasta detrás de cuatro carteles de “feminismo y resiliencia” o la hostia que toque. Y tú pagando IVA. Y multas. Y la gasolina.

Cuando uno se cansa de ser diputado, siempre hay un sillón esperando. De la pancarta al moqueta style. El único proletariado que reconocen es el que les paga la factura de restaurante.


Áticos de lujo 

by Yolanda Díaz (ríete tú del Che)


Mira bien esta fachada (la de la foto,sí): mármol, portero, moqueta. Dentro, la virgen comunista reza por ti

Mira bien la Castellana. Ladrillo dorado, portero 24 horas, moqueta que no la pisas sin zapatilla. Dentro, la virgen comunista: Yolanda Díaz. 443 metros cuadrados de “vivienda oficial”. Piso entero para que respire la igualdad sin olor a sudor de fábrica.

Mientras tú buscas alquiler en Wallapop a 900 euracos por 50 metros, ella entorna la buhardilla para que no le llegue el rumor de la plebe. Santa patrona del obrero que paga la comunión de su hija y la suya. Contratos fijos-discontinuos, fijos y de toda la vida: los suyos.

Dentro se brinda con vino de etiqueta. Feminismo de moqueta y copas de champán. Si Marx levantara la cabeza, la tiraba por la terraza sin despeinarse el bigote


Epílogo: Amén


Podrías pensar que esta misa negra se apaga. Ja. Siempre hay un nuevo sobrino, un asesor, una cuñada con la boca bien cerrada. Todo cambia para que nada cambie. Tú mientras echas horas extras y tragas IVA, IRPF, tasas y cuentos.

El socialismo español no se muere —se alquila. Se subarrienda. Se pone en Airbnb cuando no miras. 

Amén. Y a otra cosa.

Crónica de una degradación: Chávez, Zapatero, Sánchez

Lo que comenzó como un delirio bolivariano en el Caribe se  ha esparcido en Europa bajo formas más refinadas, pero igual de letales: Zapater...