martes, 15 de julio de 2025

Inmigración sin control: la autopista hacia el reemplazo

España ha roto el dique. Ya no se trata de acoger a unos pocos desesperados que buscan un futuro. Ni siquiera de regular flujos con lógica y cabeza. La inmigración en España —y en Europa entera— se ha convertido en una riada sin filtro ni freno, legal e ilegal, tolerada y bendecida desde arriba.

Cada día entran miles. En pateras, en aviones, en camiones. Con papeles, sin papeles, con visados de mentira, con convenios que nadie cumple. Una vez dentro, la ley es papel mojado: expulsar es caro, lento e imposible. Regularizar es barato, rápido y rentable… para quien aspira a votos o subvenciones.


Este juego no es casual. Marruecos hace de gendarme cuando le interesa y de exportador de presión demográfica cuando conviene chantajear. Bruselas mira para otro lado: cada inmigrante es una pieza de recambio para una Europa estéril, envejecida y sin hijos. Moncloa firma el cheque: ONG amigas, hoteles pagados, menas tutelados y barrios enteros convertidos en bolsas paralelas de voto cautivo.

Aquí no hay plan de integración real. Hay negocio y hay cálculo. La izquierda encuentra un cliente político nuevo. La derecha calla, porque la mano de obra barata llena almacenes, furgonetas y tajos que nadie paga a precio justo


Hay una línea roja que muchos no se atreven a nombrar: la inmigración masiva se convierte en sustitución silenciosa.

No se integra —se expande.

No se adapta —fragmenta.

No enriquece —disuelve.

Los barrios cambian de lengua y de costumbres más rápido de lo que las estadísticas oficiales se atreven a reconocer. La delincuencia y la tensión social se disparan. Y el discurso oficial responde con moralina y palabras mágicas: diversidad, convivencia, oportunidad. Todo menos la verdad: el viejo vecino se convierte en extranjero en su propia calle.


Mientras tanto, el joven español malvive de alquiler. Cobra una miseria, paga impuestos para sostener un sistema que subsidia a quien llega sin aportar y, cuando protesta, es etiquetado de facha.

No hay políticas de natalidad. No hay ayudas para la familia propia. Solo hay políticas de sustitución: si no nacen hijos aquí, se importan desde fuera. Es más rápido y más barato, dicen los tecnócratas.

Ningún país sobrevive sin fronteras. Ningún pueblo perdura si renuncia a decidir quién entra, quién se queda y para qué. La inmigración puede ser positiva, cuando es justa, controlada, limitada y exige integración real. Pero lo que vivimos hoy no es inmigración: es invasión lenta, bendecida por la culpa histórica, por el complejo moral y por los intereses de quienes viven del multiculturalismo como negocio.

España no es una ONG global. No puede —ni debe— convertirse en un refugio masivo para el tercer mundo mientras sus propios barrios se hunden. Un país que no protege su frontera, no protege su gente. Un país que olvida a sus jóvenes, a sus viejos, a sus familias, para regalar vivienda, subsidios y cobertura total a quien cruza una valla, es un país que cava su fosa.

Ni odio ni racismo. Sentido común.

Primero, los nuestros. Luego, el resto.

La inmigración masiva no es progreso: es colapso social para unos y negocio político para otros.

Si no lo frenamos ahora, mañana será demasiado tarde.


 “Un pueblo que renuncia a defender su casa termina durmiendo en la calle de la historia.”

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