sábado, 14 de junio de 2025

Santos Cerdán: el estómago agradecido del Régimen

 


Santos Cerdán no tiene biografía, tiene nómina. Llegó a la política como se llega al turno de noche en una fábrica de embutidos: por necesidad, por gordura, por resignación. Es un señor sin atributos, salvo el de saber aguantar los gases de Ferraz con mejor cara que nadie. Hombre de aparato, tripero de comité, funcionario del enchufe. El secretario de Organización más desorganizado de la historia del PSOE, y sin embargo, ahí sigue: apoltronado como un ficus con coche oficial.


Si la España del siglo XXI tuviera que esculpir su decadencia en mármol rosa, pondría su cara: mofletes de subvención, papada institucional y una sonrisa entre el miedo y la traición. Nunca hizo una revolución, pero siempre cobró como si la hubiera ganado. Nunca leyó a Marx, pero sí cada una de las encuestas del CIS. Su ideología es el saldo bancario. Su patria, el menú del día en el Congreso.


Los del Peugeot eran cuatro, decían. Pero el copiloto gordo, el que sostenía el maletín, era él. Ábalos conducía, Koldo cantaba, Pedro posaba. Cerdán contaba billetes, negociaba escaños y empujaba a la bestia por los arcenes del Estado. Cada pacto con separatistas le salía por un punto más de colesterol. Cada contrato amañado por sus amigos, por un botón menos que cerrar en la americana.


Ahora dice que dimite. El lunes, claro. Como si el lunes fuera un país extranjero. Como si el lunes no fuera la coartada perfecta para quemar papeles, formatear discos duros, dar de baja móviles y rezar a la Santa Fiscalía. Lo de siempre. Un socialista con las manos en la masa y los pies en el plasma. Deja el acta como quien devuelve el albornoz robado del hotel: a regañadientes, con olor a culpa y a champú barato.


Es el final del Cerdánismo: no una ideología, sino una digestión. El tipo que vendió España por un hueco en la foto. El que hablaba de regeneración mientras empapelaba tramas. El que se creía ministro del silencio, y ha acabado como lo que es: un mamporrero que dejó de ser útil. No será mártir ni preso. Será ex.

lunes, 9 de junio de 2025

Los 90 y la peste de la propaganda: la era del simulacro y la sonrisa enlatada

 

Tony Soprano (James Gandolfini).

Los 80 todavía tenían algo. No mucho, pero algo. Una mugre sincera, una derrota con dignidad, un punk oxidado que no pedía permiso. La heroína quemaba, el vinilo rascaba, las cosas dolían sin adornos. Había vida al borde del abismo, sin manuales de autoayuda ni hashtags falsos.

Entonces llegaron los 90, y con ellos un enjambre de pantallas brillantes, colores de neón, y esa peste invisible que es la propaganda omnipresente. No era solo la publicidad —que ya era bastante—, era la propaganda disfrazada de cultura pop, democracia televisada, revolución anestesiada. Todo fabricado para venderte felicidad en pastillas y sonrisas de plástico.

Los 90 fueron el gran circo del simulacro. Drogas diseñadas en laboratorios, drogas blandas y blandísimas, que te prometían un subidón sin caída, una evasión sin daño. La revolución era una marca registrada, el multiculturalismo un producto para exportar a las élites y para disfrazar las fronteras con purpurina. Todo tan limpio, tan ordenado, tan feliz… que se notaba el veneno debajo del barniz.

¿Dónde quedaron los desarrapados, los antisistema, los suicidas con estilo? Enterrados junto con los vinilos, sepultados por los CD’s y el grunge domesticado. En los 90 el ruido se volvió orden, la suciedad se volvió esterilidad. La vida empezó a parecer un anuncio de dentífrico con actores felices en esteroides.

La propaganda es un monstruo que devora el alma y escupe sonrisas enlatadas. En los 90 ese monstruo ganó terreno. Todo se volvió un show, una función de luces donde tú eras el espectador y también el producto.

Los mejores se quedaron en los 80, con sus cicatrices y su furia cruda. Lo que vino después fue Disneylandia con Prozac.


martes, 3 de junio de 2025

¿Estamos cediendo el futuro? De Sudáfrica a Europa: una advertencia que no se puede ignorar


Cruces plantadas en una colina denuncian asesinatos en granjas de Sudáfrica.

Los recientes conflictos raciales e identitarios en Sudáfrica no son simples turbulencias locales. Representan una advertencia clara y directa para Europa. La narrativa de justicia histórica y redistribución identitaria ha llevado al país africano a una situación de fractura social, desconfianza total entre comunidades y un clima político cada vez más volátil. Europa, en su proceso de transformación cultural y social, podría estar repitiendo los mismos errores.

Europa ha promovido durante décadas un modelo de inclusión basado en la cesión. En lugar de fomentar la integración real basada en principios compartidos y valores comunes, se han sustituido estructuras propias por lógicas culturales ajenas. En muchos casos, no se exige reciprocidad ni adaptación, lo que acaba generando espacios paralelos que no dialogan entre sí, sino que compiten por recursos y poder.

Hoy, alrededor del 30% de los trabajadores en grandes industrias europeas son de origen extranjero. En sectores como la automoción, la logística o la construcción, esa cifra será mayoría en 2050. Esta diversidad, en sí misma, no es el problema. El riesgo surge cuando los valores que dominan los espacios sindicales y de representación no se alinean con principios universales de igualdad, esfuerzo, legalidad y convivencia.

Imaginemos las factorías de Volkswagen o Renault dentro de 25 años. Sindicatos dominados por identidades comunitarias o lógicas importadas que anteponen intereses culturales a los derechos laborales comunes. En lugar de unidad de clase, se impondrá la fragmentación por comunidad, religión o procedencia. La desconfianza reemplazará la solidaridad.

Sudáfrica vive hoy un proceso de ajuste de cuentas racial que ha provocado deslocalización de empresas, destrucción institucional y un colapso del principio de mérito. Si Europa no reacciona, no será distinto. Las señales están ahí: pérdida de cohesión social, crisis de identidad nacional, radicalización de discursos y silencio de las instituciones europeas ante fenómenos de fragmentación.

Un continente sin raíces ni exigencias compartidas no puede construir un proyecto común. Solo gestiona tensiones crecientes. La diversidad debe ir acompañada de firmeza en los valores:  identidad cultural, sentido de pertenencia y responsabilidad individual.

Quien no defiende su identidad, su cultura y sus reglas de juego, acaba adoptando las de otros. Europa aún está a tiempo. Pero si no se impone una visión estratégica, sólida y valiente, los conflictos que hoy vemos en otras latitudes se reproducirán aquí con la misma crudeza. ¿Cómo será el futuro? 

Sudáfrica hoy, Europa mañana. El reloj corre.


sábado, 31 de mayo de 2025

La farsa intelectual de Podemos: de la Complutense al chalet de Galapagar

Desde las aulas de la Universidad Complutense hasta el corazón del Gobierno, Pablo Iglesias y su entorno construyeron un relato cuidadosamente diseñado: el del profesor indignado que bajaba a la arena política para regenerar la democracia. Lo que presentaron como pensamiento profundo y transformador no fue más que un simulacro de revolución, sostenido por marketing ideológico, autocomplacencia universitaria y una notable habilidad para seducir medios y platós. Hoy, cabe preguntarse: ¿qué quedó realmente del llamado "círculo de intelectuales de Podemos"?

Podemos no nació de una corriente filosófica propia ni de una teoría política original. Iglesias y los suyos repitieron, con tono doctoral y lenguaje ampuloso, fragmentos de Gramsci, Laclau, Chantal Mouffe o Negri, sin generar una doctrina estructurada ni aplicable a la realidad española. Su "radicalidad" era estética: empoderamientos, procesos constituyentes, hegemonías... Palabras grandes para ideas menores. Nada que no cupiera en un programa de debate o en un vídeo viral. Iglesias no fue un pensador: fue un operador ideológico con vocación de estrella mediática.

El origen de este montaje político-intelectual fue la Facultad de Ciencias Políticas de la Complutense, convertida en ecosistema cerrado donde se reproducen entre sí ideas, cargos, premios y publicaciones. No hay allí espacio para el debate plural ni para la verdadera investigación. Todo se ajusta a un cánon progresista repetido hasta la saciedad, en un círculo de autovalidación y clientelismo académico. Allí se formaron los profetas de la "nueva política": endogámicos, mimados, sin calle ni contraste.

Podemos supo canalizar el descontento de la crisis y convertirlo en combustible electoral. Pero su objetivo real nunca fue destruir el sistema, sino entrar en él por la puerta grande. De asambleas populares pasaron a pactos de Estado. De "los de abajo contra los de arriba", a formar parte del Consejo de Ministros y blindarse con privilegios. La máxima expresión: Pablo Iglesias, vicepresidente del Gobierno, escolta personal y chalet con jardín.

El relato de Podemos siempre fue de clase obrera, pero ninguno de sus líderes lo fue. Su discurso se vistió con camisetas del Che, sudaderas con capucha y coletazos revolucionarios... pero eran hijos de la clase media universitaria, alejados del taller y del tajo. Hicieron del obrero un fetiche y del "pueblo" una excusa para acceder al poder. Su empatía con el trabajador fue impostada, casi burlesca.

Cuando la batalla social ya no les dio votos, viraron hacia la guerra cultural importada: feminismo radical, lenguaje inclusivo, causas identitarias. Dejaron al trabajador atrás para abrazar el TikTok, el ministerio del "solo sí es sí" y las teorías de género anglosajonas.  El giro perfecto para desconectar definitivamente de su base popular y refugiarse en el nicho universitario-progresista.

Podemos no fue una revolución. Fue una campaña de marketing bien ejecutada, sostenida por subvenciones, medios públicos y un discurso cuidadosamente elaborado para sonar rebelde sin serlo. Hoy sus líderes siguen viviendo del sistema que decían venir a derribar. Su legado es la frustración de miles de jóvenes que creyeron en un cambio que nunca existió. Su pensamiento, si alguna vez lo hubo, no dejó huella.

La farsa se desmontó. Solo queda humo. Y chalets con piscina y  jardín. 

domingo, 18 de mayo de 2025

El otro Cerdán: Umbral en Ferraz



Hace unos días, en este blog, hablamos del “espejismo obrero” que envuelve a Santos Cerdán, el navarro que predica socialismo mientras, dicen, pasea un lujo que no rima con Milagro. Pero la política, como la poesía, pide más que indignación: pide un espejo que no mienta. Yo, Haimar, cronista con ecos de Umbral, me siento en el Gijón, donde Madrid aún huele a tinta y traición, y trazo esta crónica con la tinta de Paco, porque solo él sabría pintar al fontanero de Ferraz como se pinta un cuadro: con fiebre y con veneno.


Santos Cerdán, qué nombre de torero, de cantaor, de héroe de posguerra. Pero no. Es el electricista que conecta los cables del PSOE mientras la luz del pueblo parpadea. El “espejismo obrero” que Cerdán encarna no es el del poeta que sueña con versos, sino el del político que sueña con espejos. Lo imagino saliendo de Milagro, con el olor a fruta enlatada de Iberfruta pegado a la piel, soñando con un socialismo que olía a pan y a lucha. Hoy, en 2025, Cerdán camina por Madrid, por esa Castellana que Umbral recorrió con su bufanda de poeta, y lleva un traje que no cose la miseria. Rumores hablan de un ático donde Chamberí se rinde, de un coche que ruge como los sueños ajenos, pero yo, que no creo en rumores sino en versos, solo veo a un hombre atrapado en el guión de la política.


No es que Cerdán sea rico. Sus cuatro mil euros al mes, que en Milagro son un tesoro y en Madrid un alquiler, no lo hacen Rockefeller. Pero la izquierda, ay, la izquierda, no se mide en euros, sino en gestos. Y el gesto de Cerdán brilla donde Quevedo habría salpicado su tinta. Pacta con Puigdemont en Bruselas, bajo un cuadro que duele a España, y el caso Koldo, ese rumor de sobres y mascarillas, le persigue como un perro flaco. Madrid, esta ciudad que Umbral llamó “mi amante y mi enemiga”, lo observa con cansancio, desde las colas de Lavapiés hasta los tuits que lo crucifican.


Porque Cerdán no es el malo, no. Es un Fortunata y Jacinta, un Quijote de Milagro que quiso ser obrero y acabó en el salón de los espejos. La política, esa fulana que seduce y traiciona, lo ha convertido en un símbolo: el socialista que habla de pueblo mientras su paso susurra privilegio. No hay ático, quizás, ni coche que valga casas, pero hay una verdad que pesa más que los datos: la izquierda no puede ser un teatro. And Cerdán, con su Navarra en el alma y su Ferraz en la agenda, es la prueba de que el socialismo, como la poesía, no se lleva en la boca, sino en los pasos que dejas en la calle.



Nota: Este texto es un ejercicio literario inspirado en Francisco Umbral. Las referencias al estilo de vida de Santos Cerdán son rumores, no hechos confirmados.


Por Haimar, con permiso de Paco Umbral

Cerdán y el espejismo obrero: cómo vivir de la causa sin vivirla

 


Santos Cerdán no es un político cualquiera. Con un sueldo público de poco más de tres mil euros al mes, se presenta como el “electricista de la clase obrera”, pero se pasea con un ático en Madrid, una casa en Navarra y un coche de alta gama. Un socialista que viste traje a medida y habla con seguridad, pero que lleva una vida que no encaja con lo que predica. En un país donde la desigualdad crece a pasos agigantados, Cerdán parece vivir en otra realidad, la de los cuentos de hadas para adultos que hablan de compromiso social pero disfrutan del lujo.


No basta con hablar de justicia social si luego te paseas en un coche que vale lo que tres casas modestas. No sirve de nada pedir igualdad si el reloj que llevas marca horas distintas a las de quienes pagan impuestos para mantener tus lujos. Y no se puede prometer austeridad cuando el traje es tan caro como la hipocresía que lo envuelve.


Este es el espejo donde se refleja una clase política que dice ser la voz del pueblo, pero que se alimenta del mismo sistema que asegura querer cambiar. Y Cerdán es solo uno más en esta historia de desencuentros, donde las palabras se caen y muestran la verdad sin adornos: una élite cómoda, distante, jugando a ser proletarios desde la comodidad de su lujo.


La política no puede ser un teatro donde los actores se disfracen de pueblo mientras viven en palacios. Santos Cerdán y otros como él son la prueba de que el socialismo verdadero no se lleva en la boca, sino en la forma de vivir. Hasta que no renuncien a sus privilegios, seguirán escribiendo con tinta invisible la palabra “igualdad”. Y mientras tanto, la gente observa, cansada, cómo la brecha entre promesas y realidad se vuelve un abismo imposible de salvar.



Nota: Las referencias al estilo de vida de Santos Cerdán son especulativas, basadas en rumores de medios como Vozpópuli, y no hechos confirmados.


sábado, 19 de abril de 2025

La Casa Grande del Pueblo


En España, “socialismo” suena a político jurando amor al pueblo mientras se pilla un chalet. Luis Arce, presidente “socialista” de Bolivia y colega de Maduro, juega en esa liga: vive en la Casa Grande del Pueblo, un rascacielos de 34 millones de dólares construido por Evo Morales en su tercer gobierno (2015-2018). ¿En un país donde la gente no tiene ni para comer? ¡Venga, cojones, que no somos gilipollas! Esto no es socialismo; es una estafa de fulleros que predican igualdad y duermen en palacios.

Luis Arce, presidente de Bolivia (2020-2025), se vende como defensor del pueblo, heredero de Evo Morales y compadre de Maduro. Pero vive en la Casa Grande del Pueblo, un rascacielos de 29 pisos inaugurado por Morales en 2018, durante su tercer mandato (BBC, 2018). Costó 34 millones USD, con jacuzzi, sauna, y una suite presidencial de 1.068 m² (Infobae, 2019). Mientras, el 11% de bolivianos vive en pobreza extrema (INE Bolivia, 2023).

Arce usa jets presidenciales y gasta en “movilidad” sin explicar (El Deber, 2023). Es puro Maduro: caviar mientras el 94% de venezolanos pasa hambre (ENCOVI, 2023). En España, a estos les decimos “jetas”: venden revolución, pero compran lujo. ¿Socialismo? ¡Y una mierda!

El chanchullo de Arce no es solo boliviano; es el mismo rollo que en España. Morales levantó la Casa Grande del Pueblo (2015-2018) para “romper con el colonialismo” (The Guardian, 2018), pero acabó sirviendo al capital: Bolivia paga 5,000M USD de deuda al FMI (2023). ¿Socialismo? Solo postureo. Como denuncié en el anterior post, es la Troika reloaded: los “rojos” gestionan el cortijo para los ricos.

La democracia debería ser nuestra, pero Arce y sus colegas la convierten en un circo. Los “listillos” del FMI deciden cuánto caviar le toca a Arce y cuánta miseria a Bolivia. ¿Votar? Da igual izquierda o derecha; esta gentuza siempre pilla. En España, lo sabemos bien: Monedero se embolsó 425.000 € por “asesorar” a Chávez (El País, 2015), y Calviño se fue de colega con los bancos (El Confidencial, 2020).
¿Cómo nos mangonean estos jetas? Con cuentos. Arce vive en un palacio de 34M$, pero vende socialismo. En España, el socialismo era pelear por el currela, no dormir en jacuzzis.

Arce vive en la Casa Grande del Pueblo, un capricho de 34M$ de Evo Morales, mientras Bolivia se hunde. Es la misma película que Monedero y Calviño: socialismo de caviar, migajas para el pueblo. En España, estamos hasta los cojones de estos caraduras. ¿Qué es el socialismo para ti? Escribe y seguimos dando caña, ¡que no nos callan!

Santos Cerdán: el estómago agradecido del Régimen

  Santos Cerdán no tiene biografía, tiene nómina. Llegó a la política como se llega al turno de noche en una fábrica de embutidos: por neces...